Por John Sajje
Todo empezó con un óleo encontrado en el Palacio de la
Inquisición en Cartagena, que indagando, indagando, resultaría la imagen de
quien fue presidente de la Confederación
Granadina. Lo más aberrante que generó el encuentro fue como dicho retrato, de
un negro, fue enviado a París con el
propósito de blanquear su piel morena.
Cuatro exilios, un indulto, un blanqueamiento étnico, un
derecho de petición y un concepto del Instituto Colombiano de Antropología e
Historia, necesitó Juan José Nieto Gil para ser reconocido como el primer
presidente negro de Colombia. El primero
de esos exilios fue en Jamaica, luego de ser apresado por Tomás Cipriano
de Mosquera en 1841 y pasar una temporada en la prisión de Chagres, Panamá,
donde escribió su novela “Ingermina o la
hija de Calamar”, porque además escribía.
Solo un derecho de petición hizo posible que el óleo del
primer y único presidente negro en la historia de Colombia fuera ubicado en la
galería de presidentes de Colombia, en la Casa de Nariño. Y como todo lo del
pobre es robado, hubo de por medio un concepto del Instituto Colombiano de
Antropología e Historia que confirmaba que Juan José, el hijo de dos
fabricantes de pabilos para velas, fue presidente de Colombia entre el 25 de
enero y el 18 de julio de 1861, lo que hacía a Juan Manuel Santos el presidente
número 86 en la historia de Colombia.
Quizás Nietzsche no
se equivocó cuando dijo: “Toda obra perfecta es precisamente inconsciente e
involuntaria; la conciencia expresa un estado personal imperfecto y a veces morboso” entonces ¿por qué pensar que la
paz debía ser perfecta, si lo más
difícil en un país como el nuestro es reconocer la verdad e intentar poner frente a frente a dos
enemigos, sin más armas que la palabra?
La idea de la paz, era tan difícil para la derecha que
asustada veía diluir su caja registradora, como para la gauche divine colombiana, esa que
mezquinamente y por odio a Petro le restaron el albur del cambio a Colombia. Contingencia
que nadie sabe cómo acabaría, pero era parte del juego de la democracia.
Y es que las identidades colectivas, como sentimiento, que
nacen de forma espontánea son engranajes decisivos, en cualquier construcción
política, y la paz era una construcción política que se esculpía en el hartazgo
de la violencia y la inequidad, con una sombra común: ¡el neoliberalismo! El pecado fue creer que solo
bastaría con la adición mecánica de identidades
y voluntades. Que bastaba con la palabra ¡SÍ! e incluso que se volvería
polvo con el determinante: ¡No! El mismo que convertido en adverbio se hizo en
tambor de guerra; cuando era solamente un sustantivo.
Porque el lenguaje también
tiene sus problemas. Las palabras mienten, enmascaran, se interpretan; muerden
entre sábanas; hacen amantes o enemigos, hieren entre amigos, o se esconden en
las comisuras de la boca, como esos extremos que pendulan la vida y la muerte.
Todas ellas crean analogías que predicen
el cómo el biendecir es dialogar o maldecir, monologar. “Sólo el diálogo
construye la felicidad. En su soliloquio, Hamlet enloquecía. Don Quijote,
cuerdo, hablaba con Sancho Panza”, escribía Juan Carlos Monedero en su libro El
gobierno de las palabras ante el cual Eduardo Galeano dijera: "Bienvenido
un libro que tiene por tema la palabra, sin palabrear la celebración ni la
denuncia."
Estás
son palabras, para expresar honor a
quien rompiendo olas, cumplió su palabra. Porque el lenguaje que creemos
hablar, en realidad nos habla. La paz está ahí para quien la quiera. Está ahí
para quien la denoste. Está ahí para quien sin sentirla, en carne propia,
quiera vender su firma para decirle a todos: ¡Bienvenida, añorada violencia!
Los
códices están en blanco y la tinta roja lista para ser plasmada en la nueva
historia. Se necesita una mano para descolgar el rótulo: ¡Dialogar es reconocer al otro! Se necesita una voz
para que grite otra vez: ¡NO! Porque es mejor la fuerza y el grito; ese residuo
de nuestro pasado evolutivo e incluso las mentiras tienen siempre maneras de
soliloquio y tintes de locura (que le pregunten a Hamlet) replica Monedero con
la metáfora “el amor es un fuego”. Pero soy de los que creen con Eduardo Punset
que: “la felicidad está en la antesala de la felicidad” o como concluye Martin
Seligman, que vincula la posibilidad de algún control sobre la propia vida con
la felicidad: Ratones que pueden controlar una descarga eléctrica activando una
palanca viven más que los que reciben la descarga y no pueden hacer nada.
Llevado a nuestro ejemplo, pueblos que pueden romper la inercia social para
mejorar su situación tienen la sensación de controlar más las cosas que
aquellos que están a la defensiva intentando conservar su estatus.
El silencio
ominoso de los fusiles taladra en los oídos de los actores del conflicto, de la
sociedad civil, de las víctimas, incluidas las familias de los ex guerrilleros
que no tienen más culpa de ser vientres sumisos de un pueblo olvidado. La
empresa no fue fácil. Todos la querían, pero nadie la alcanzaba y quienes lo
intentaron y fracasaron en su intento decidieron un día abortarla, con el
interés mezquino de ensuciarse en el ventilador con los dolores estomacales del
miedo.
No podemos ser
un pueblo desmemoriado; sólo cuando hay memoria, los mentirosos tienen menos
oportunidades. La paz está ahí,
imperfecta, sí, pero está ahí para tomarla y el hombre que la hizo posible se
despide y quiero decirle gracias antes de irse. Porque voté por él por miedo y
me regaló la más bella esperanza de mi vida. Gracias Juan Manuel Santos. ¡Mi
Presidente! Debo decirle que, la paz bien valió un reino, aunque el Ku Klux
Klan criollo se reinvente.
Sé que la paz necesita de una construcción simbólica, así
como la guerra la tiene en la muerte. Quizás haya plata para recoger firmas
para asesinarla. En un país donde se castiga el disenso, criminaliza la palabra
y el estómago de la extenuación y la carencia son aliento; es bien vista la compra de votos para elegir, pero no la
compra de firmas para derogar. La paz se libra en el terreno de los imaginarios
simbólicos, y los de a pie, temerosos, no tienen más opción que la opinión
pública, masificada por los medios que venden en frasquitos la pomada de los principios, las píldoras de
las ideas y los dispensadores de los afectos…. ¡por ello no es raro que la paz
esté ad portas de su primer exilio!
Un día un papel en
blanco estará frente a sus ojos para que
estampe una firma y envíe la paz al exilio… ¿Se acuerda de Juan José Nieto? el
tiempo le reivindicó…A propósito ¿es usted de aquellos que antes de firmar lee
la letra menuda porque no es un Gil?