martes, 14 de noviembre de 2017

LA CULTURA DE LA HUMILLACIÓN



Por John Sajje



El politólogo francés Dominique Moïsi – hijo de un superviviente de Auschwitz – publicó en el año 2009 un libro titulado: “La geopolítica de las emociones: cómo las culturas del miedo, la humillación y la esperanza están redefiniendo el mundo”
Este experto en relaciones internacionales divide el mundo en tres grandes áreas emocionales. En cada área prevalece una emoción: si Europa y Estados Unidos están dominadas por el miedo (al terrorismo, a una nueva crisis económica, etc.), los países del Lejano Oriente, dada su alta tasa de crecimiento, viven aferrados a la esperanza, mientras que en todo Oriente Medio el sentimiento dominante es el de la humillación.

Moïsi dice que el sentimiento de la humillación es tan poderoso y está tan firmemente arraigado – tanto a nivel individual como colectivo– en los países de Oriente Medio, que bastaría por sí solo para explicar el fenómeno del terrorismo yihadista. El francés afirma que sin lo que él ha bautizado como la cultura de la humillación, es imposible explicarse cómo un imán fundamentalista puede comerle el coco a un joven británico musulmán con estudios, para que ponga una bomba en el metro de Londres y asesine a decenas de conciudadanos.

He leído con detenimiento un comunicado que al parecer ha enviado la barra de Holocausto Norte a la afición del Once Caldas. Digo al parecer porque con esto de las redes sociales no se sabe cuánto hay de verdad en la mentira o cuánta mentira encierra una verdad. Porque es de un irónico paroxismo, el gol politiquero que intentan hacer.
Me sorprende de cabo a rabo lo allí consignado y he pensado en la frase de Nietzsche: “No que me hayas mentido. Que no pueda creerte me aterra”. Porque es ingenuidad o  reduccionismo extremo, que la crisis del equipo radica en un director deportivo.
Dicen que cuando una situación comienza a verse como evitable, solucionable, se hace verdaderamente imposible de soportar.

¡Qué tal que decidiéramos dividir  el estadio en tres grandes áreas emocionales ¡
Si  vieran la cara de espanto de muchos aficionados. En la primera tribuna, los hinchas que les domina el miedo de usar libremente una camiseta. Los que para ingresar al estadio deben sortear jóvenes descamisados o encapuchados que intimidan por una moneda para comprar la boleta. Y estiran la mano con amenaza. Verdaderas barreras humanas con un comportamiento esencialmente contrario a la convivencia del fútbol. Con posiciones totalmente adversas al ejercicio de los Derechos Humanos y valores éticos, poniendo en peligro la seguridad y azuzando a la violencia bajo los efectos alucinógenos de un porro. Esos que no van a un encuentro balompédico sino a la guerra. Es claro que quien siembra humillación y desprecio es responsable de la cosecha de la animadversión y el odio. Así se volvió el fútbol. Ya vemos a que ha conducido la sustitución de los valores deportivos por la violencia; los valores éticos por los mercantiles; la cooperación por el señalamiento. Ese es el miedo de quienes no ven barras, sino bandolas ansiosas de desahogar dolor de marginalidad.


 En la segunda, aquellos que piensan que aún es posible dar un golpe de timón de gran envergadura, con el apoyo de una inmensa cantidad de aficionados que desean contribuir a general horizontes menos sombríos y son capaces de abrirle la espita a una bomba de tiempo llamada barra brava. Esos que siempre se enorgullecieron del juego limpio, honesto y sin  ambages,  de un equipo albo hasta la medula. El del “viejo” Cuezzo, “el Petiso”, Rueda, “Paco”, “Chalo” o el “Pipa” para mencionar solo unos. Hablo de los esperanzados, de los que no pierden la fe, a pesar de que las nuevas generaciones vivan el fútbol bajo los efectos propios del no futuro o la desesperanza. Ellos viven la esperanza con la misma crística paganía de quienes se acercaban  al lote de Francisco Botero y María Mejía de Botero a ver jugar verdadero fútbol.

Y en la otra tribuna los humillados. Esos que parquean cerca a la cancha de la universidad atestada de jibaros y cuevas de humo. ¡Los humillados! Esos que desde la tribuna miran hacia el norte y solo ven columnas de humo espeso que inundan de olor nauseabundo el estadio.  Hooligans tercermundistas con olor a musgo, que juegan en su tribuna enchukysados y sin camisa, que saltan todo el tiempo y cantan con rabia el coro: ¡Hijueputa, Hijueputa, Hijueputa! Digno de un Grammy latino al mejor reggaetón, mientras le dan con furia a un tambor o a un bombo, que para la humillación da lo mismo, para amedrentar rivales y “amadrementar” a jueces.

Pero esta cultura de la humillación nos ha vuelto indiferentes y la indiferencia equivale a complicidad. Inertes, nos ha alejado de los estadios. Nos ha hecho renunciar a una camiseta para llevar el equipo en el alma. Ha hecho del fútbol, un deporte vandálico con su “kamasutra de tribunero” Sinónimo de desesperanza y actor de desconsuelo.
Todos –miedosos, esperanzados y humillados- ante el espanto y la prevención, sin importar el resultado debemos salir del estadio antes de tiempo. Para evitar caer en la batalla campal del final. 
Es verdad que en la sociedad actual y muy especialmente en los momentos de crisis y desesperanza que vivimos, no es fácil reflexionar acerca de los problemas que afectan a nuestra vida diaria y que, en muchos casos, condicionan nuestro futuro.

Puede que el señor Paniagua sea un inepto. No le conozco, pero sabiendo del recato y la decencia de quienes se sienten hinchas furibundos -Si sé quiénes minaron la confianza en su gestión y que sigue lastrándola al punto de  alejar a los aficionados del estadio- creo que  el tipo es un simple ratón oliendo a queso.


A propósito ¿usted en qué tribuna del estadio ubica su emoción cuando va a fútbol? ¡Perdón, si es que va!

Ver comunicado Holocausto Norte:



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