Por John Sajje
El politólogo francés
Dominique Moïsi – hijo de un superviviente de Auschwitz – publicó en el año
2009 un libro titulado: “La geopolítica de las emociones: cómo las culturas del
miedo, la humillación y la esperanza están redefiniendo el mundo”
Este experto en relaciones
internacionales divide el mundo en tres grandes áreas emocionales. En cada área
prevalece una emoción: si Europa y Estados Unidos están dominadas por el miedo (al terrorismo, a una nueva
crisis económica, etc.), los países del Lejano Oriente, dada su alta tasa de
crecimiento, viven aferrados a la esperanza,
mientras que en todo Oriente Medio el sentimiento dominante es el de la humillación.
Moïsi dice que el
sentimiento de la humillación es tan poderoso y está tan firmemente arraigado –
tanto a nivel individual como colectivo– en los países de Oriente Medio, que
bastaría por sí solo para explicar el fenómeno del terrorismo yihadista. El
francés afirma que sin lo que él ha bautizado como la cultura de la
humillación, es imposible explicarse cómo un imán fundamentalista puede comerle
el coco a un joven británico musulmán con estudios, para que ponga una bomba en
el metro de Londres y asesine a decenas de conciudadanos.
He leído con
detenimiento un comunicado que al parecer ha enviado la barra de Holocausto
Norte a la afición del Once Caldas. Digo al parecer porque con esto de las
redes sociales no se sabe cuánto hay de verdad en la mentira o cuánta mentira
encierra una verdad. Porque es de
un irónico
paroxismo, el gol politiquero que intentan hacer.
Me sorprende de cabo a
rabo lo allí consignado y he pensado en la frase de Nietzsche: “No que me hayas
mentido. Que no pueda creerte me aterra”. Porque es ingenuidad o reduccionismo extremo, que la crisis del
equipo radica en un director deportivo.
Dicen que cuando una
situación comienza a verse como evitable, solucionable, se hace verdaderamente
imposible de soportar.
¡Qué tal que
decidiéramos dividir el estadio en tres
grandes áreas emocionales ¡
Si vieran la cara de espanto de muchos
aficionados. En la primera tribuna, los hinchas que les domina el miedo de usar libremente una
camiseta. Los que para ingresar al
estadio deben sortear jóvenes descamisados o encapuchados que intimidan por una
moneda para comprar la boleta. Y estiran la mano con amenaza. Verdaderas
barreras humanas con un comportamiento esencialmente contrario a la convivencia
del fútbol. Con posiciones totalmente
adversas al ejercicio de los Derechos Humanos y valores éticos, poniendo en
peligro la seguridad y azuzando a la violencia bajo los efectos alucinógenos de
un porro. Esos que no van a un encuentro balompédico sino a la guerra. Es claro que quien siembra humillación y desprecio es
responsable de la cosecha de la animadversión y el odio. Así se volvió el fútbol. Ya vemos a que ha conducido la sustitución de los
valores deportivos por la violencia; los valores éticos por los mercantiles; la
cooperación por el señalamiento. Ese es el miedo de quienes no ven barras, sino
bandolas ansiosas de desahogar dolor de marginalidad.
En la segunda,
aquellos que piensan que aún es posible dar un golpe de timón de gran
envergadura, con el apoyo de una inmensa cantidad de aficionados que desean
contribuir a general horizontes menos sombríos y son capaces de abrirle la
espita a una bomba de tiempo llamada barra brava. Esos que siempre se
enorgullecieron del juego limpio, honesto y sin
ambages, de un equipo albo hasta
la medula. El del “viejo” Cuezzo, “el Petiso”, Rueda, “Paco”, “Chalo” o el “Pipa”
para mencionar solo unos. Hablo de los
esperanzados, de los que no pierden la fe, a pesar de que las nuevas
generaciones vivan el fútbol bajo los efectos propios del no futuro o la
desesperanza. Ellos viven la esperanza con la misma crística paganía de quienes
se acercaban al lote de Francisco Botero
y María Mejía de Botero a ver jugar verdadero fútbol.
Y en la otra tribuna
los humillados. Esos que parquean cerca a la cancha de la universidad atestada
de jibaros y cuevas de humo. ¡Los
humillados! Esos que desde la tribuna miran hacia el norte y solo ven
columnas de humo espeso que inundan de olor nauseabundo el estadio. Hooligans
tercermundistas con olor a musgo, que juegan en su tribuna enchukysados y sin
camisa, que saltan todo el tiempo y cantan con rabia el coro: ¡Hijueputa,
Hijueputa, Hijueputa! Digno de un Grammy latino al mejor reggaetón, mientras le
dan con furia a un tambor o a un bombo, que para la humillación da lo mismo,
para amedrentar rivales y “amadrementar” a jueces.
Pero esta cultura de
la humillación nos ha vuelto indiferentes y la indiferencia equivale a
complicidad. Inertes, nos ha alejado de los estadios. Nos ha hecho renunciar a
una camiseta para llevar el equipo en el alma. Ha hecho del fútbol, un deporte
vandálico con su “kamasutra de tribunero” Sinónimo de desesperanza y actor de
desconsuelo.
Todos –miedosos, esperanzados y humillados-
ante el espanto y la prevención, sin importar el resultado debemos salir del
estadio antes de tiempo. Para evitar caer en la batalla campal del final.
Es verdad que en la
sociedad actual y muy especialmente en los momentos de crisis y desesperanza
que vivimos, no es fácil reflexionar acerca de los problemas que afectan a
nuestra vida diaria y que, en muchos casos, condicionan nuestro futuro.
Puede que el señor
Paniagua sea un inepto. No le conozco, pero sabiendo del recato y la decencia
de quienes se sienten hinchas furibundos -Si
sé quiénes minaron la confianza en su gestión y que sigue lastrándola al punto
de alejar a los aficionados del estadio-
creo que el tipo es un simple ratón
oliendo a queso.
A propósito ¿usted en qué tribuna del estadio ubica su
emoción cuando va a fútbol? ¡Perdón, si es que va!
Ver comunicado Holocausto Norte:
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