Por: John Sajje
En diciembre de 1945 un emigrante ruso - Eugene Rabinowitz – que participó del Proyecto Manhattan en Chicago publicó por primera vez el Bulletin of the Atomics Scientists of Chicago. Su idea era que el mundo comprendiese los beneficios de la ciencia en general y de la energía atómica en particular, del peligro que entrañaba. Se convirtió luego en una revista de tirada nacional. (Se puede encontrar en más de 15.000 universidades e instituciones del mundo).
El “Reloj del Juicio Final” apareció en la portada de junio de 1947, diseñada por Martyl Langsdorf, esposa de Alexander Langsdor, uno de los físicos que también había trabajado en el Proyecto Manhattan. Cubriendo toda la portada aparecía el último cuarto de un reloj que indicaba que solo quedaban siete minutos para la medianoche. La intención de Martyl era dejar un espacio para los futuros movimientos de la manecilla que estaban por venir dependiendo del contexto histórico y los avances en armamento nuclear. Hoy en día, para el avance o el retroceso de las manecillas se tienen en cuenta los peligros que representan las armas nucleares y otras de destrucción masiva, el cambio climático, las enfermedades y las tecnologías emergentes.
En 1949, hubo evidencias de las explosiones atómicas de la URSS y
los científicos adelantaron el reloj, quedaban tres minutos para medianoche.
El 31 de octubre de 1952 los estadounidenses detonaron la primera
bomba termo nuclear: “Ivy Mike”, las manecillas
indicaban que quedaban dos minutos para medianoche.
En 1963 se firmó el Tratado de la Prohibición Parcial de Ensayos
Nucleares ante la presencia de misiles soviéticos en la isla de Cuba, la
tensión se había rebajado y se reflejaba en el reloj: doce minutos para
medianoche.
En 1989 caía el muro de Berlín, fue el final de la Guerra Fría. Nunca
hemos vuelto a respirar tan tranquilos como entonces… diecisiete minutos para
medianoche.
11 de septiembre de 2001. Alrededor de 2.800 personas mueren en el
atentado de las torres gemelas y en 2003 estalló la guerra de Iraq, el reloj se
paró en los siete minutos para medianoche.
En 2007 el cambio climático y los intentos de Irán y Corea por
convertirse en potencias nucleares hacen que el reloj marque los cinco minutos
para medianoche.
En 2015 se avanzó hasta los tres minutos para la medianoche por
el escaso control de las acciones del hombre sobre la naturaleza, el
calentamiento global y la inversión en dispositivos nucleares de países como Pakistán
o Israel.
2017, el Reloj del Juicio Final se había adelantado treinta segundos
debido, entre otros factores, al resurgimiento de los nacionalismos, al
escepticismo de Donald Trump hacia el cambio climático y a sus comentarios
sobre la proliferación de armas nucleares. Ahora mismo, la hora marcada es 23:57:30. Únicamente quedarían dos minutos y medio para el Apocalipsis.
Imagen tomada de la Web. |
El paso del tiempo es implacable. La
memoria viva hace que muchas cosas se volatilicen en el olvido, hasta
convertir 365 días en meros recuerdos; esos que suelen contarnos mentiras como bien
cantara Serrat: “Se amoldan al viento, amañan la historia; se tiñen de gloria,
se bañan en lodo, se endulzan, se amargan a nuestro acomodo, según nos
convenga; porque antes que nada y a pesar de todo hay que sobrevivir”.
Uno aspira que el 2018 sea un año tan justo como audaz, en
la fe que ha dado sentido a nuestras vidas, es decir, uno quisiera convivir con
aquel ser que sepa jugar y jugarse la vida a la carta de la libertad y el amor.
A veces vivo, como Oscar Wilde: “en el terror de dejar de ser incomprendido”.
Quizás porque soy demasiado emocional para estar vivo.
El anhelo nace en una Colombia cada
vez más descreída y polarizada, como una
sociedad de fe devaluada, irreverentemente violenta que no se apena de mantener
un conflicto abierto y sangrante por el miedo visceral al perdón o los
vientos del aquelarre politiquero en la tempestad de la guerra.
Me atrevo a pensar en esas emociones
atrapadas en este 2017:
El abandono
del campo. El engaño de los políticos. El desamparo a las mujeres. La pérdida
de valores. La ansiedad de vivir en paz. La
desesperación por ser felices. El asco por la trampa. El nerviosismo de
los pudientes. La preocupación de las ONG. El llanto de los hijos abandonados.
El desánimo de los desempleados. El
rechazo a los corruptos. La tristeza de los desplazados. El pesar por
los habitantes de calle. La ira de ver a los malos salirse con la suya. La
amargura de los malnutridos. La culpa de nuestra indiferencia. El odio a los
humanistas. El resentimiento de los más pobres. La culpa de los funcionarios
corruptos. El terror del narcotráfico. El horror de los violentos. El fastidio
por quienes se aprovechan de su condición de minorías. El conflicto con nosotros mismos. La
desesperanza de ser cada día más pobres los pobres. La inseguridad de nuestros actos.
El pánico por saber la verdad. La soberbia de quienes abusan del poder. La pena
de los secuestrados. Los celos de los compañeros de trabajo. El dolor de los
menores reclutados. La autolesión de la mentira. El fracaso de la justicia. La
impunidad de la violencia intrafamiliar. La
nostalgia de la familia comiendo unida. La lujuria de la tele. El
desconsuelo de no estar bien informado. El
desprecio por la vida. La vulnerabilidad de los extorsionados. La
vergüenza de perder la fe. La poca credibilidad institucional. La indignidad de no saber ser ciudadano. Eso
aminora mi reloj biológico, pero mantengo la fe.
Aun así, he sentido la valentía hecha
ejemplo de una mujer- amiga- formadora,
que ve impotente disminuir el ánimo y la fuerza de su madre, ante los embates de la quimio. He visto a
Carolina regresar y levantarse de las cenizas de otro cáncer. He palpado la
mano extendida de mi amigo-hermano Víctor Jaime. He vibrado con la voz
trémula-cálida de un sacerdote de posturas humanistas. He sentido el amor
pincelando el horizonte de color violeta. Me he resistido a morir arrodillado,
con la certeza de quien sabe que el PTA
es una alternativa para los niños de Colombia y merece ser política de estado.
Me he contagiado de la sabiduría alegre de los niños de mis escuelas y el
placer misional de mis maestros de primaria. He vivido hasta exprimir a mi
familia en el zumo del orgullo. He
escanciado la sed de la amistad con mis amigas de La Charca y abrevado en las
albricias de la recién nacida Mariana. He encontrado en Nicolás Molina la
audacia de un rector del siglo XXI y en David esa fuerza limpia de ejercer el
derecho. He chateado con quienes más quiero y admiro. Juro que he llorado, reído
y maldecido. Incluso elevado una oración al supremo arquitecto del universo. Con
ellos, todos, he vivenciado que si la indiferencia se nos ha llevado la
juventud, el odio no se nos puede llevar la adultez.
¡Feliz Año! Valor en el nuevo. Aspiro que hoy sean como Juno. Miren adelante y atrás.
Sé que cada año le queda menos tiempo
a mi reloj biológico y por eso no estoy seguro que edad tengo. Pues lo que uno
tiene, es de lo que puede disponer y muy seguramente me he gastado ya
bastantes. De algo estoy seguro, como la oveja, y es que los que tengo, serán
usados en pos de la paz, el amor y la libertad.
A propósito ¿Cree, aún, saber qué edad tiene?